74 a -Lo es, en efecto -respondió.
-¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la reminiscencia se origina a partir de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes?
-Ocurre.
-Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario que experimente, además, esto: que advierta si a tal objeto le falta algo o no en su parecido con aquello a lo que recuerda?
-Es necesario.
-Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada?
b -Lo decimos, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda.
-¿Es que, además, sabemos lo que es?
-Desde luego que sí -repuso él.
-¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de ésas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no?
-¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad?
-Nunca jamás, Sócrates.
-Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en si.
-De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates.
-Con todo -dijo-, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso?
-Acertadísimamente lo dices -dijo.
-¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante?
-No hay diferencia ninguna -dijo él-. Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario -dijo- que eso sea un proceso de reminiscencia.
-Así es, desde luego.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada?
-Carecen, y de mucho, para ello -respondió.
-Necesariamente.
-¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí?
-Por completo.
-Así es.
-Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo, sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos.
-Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro razonamiento.
-De ese modo.
-Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores.
-Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.
-¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos?
-¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo igual antes que éstos?
-Sí.
-Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido.
-Eso parece.
-Así es.
-Totalmente de acuerdo, Sócrates -dijo.
-Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos los conocimientos que en un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un conocimiento ya familiar? ¿Llamándolo recordar lo llamaríamos correctamente?
-Desde luego.
-Y en efecto que es así, Sócrates.
-No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.
-¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto? ¿Un hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no?
-Es de todo rigor, Sócrates -dijo.
-Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que hablábamos ahora mismo?
-Bien me gustaría -dijo Simmias-. Pero mucho más me temo que mañana a estas horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.
-De ningún modo.
-¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?
-Necesariamente.
-¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres.
-No, desde luego.
-Antes, por tanto.
-Sí.
-Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.
-Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos? Puesto que no nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido. ¿O es que los perdemos en ese mismo en que los adquirimos? ¿Acaso puedes decirme algún otro tiempo?
-De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un sinsentido.
-Y para Cebes, ¿qué? -repuso Sócrates-. Porque también hay que convencer a Cebes.
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Entonces Cebes, sonriendo, le contestó:
-Como si estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencernos. O mejor, no es que estemos temerosos, sino que probablemente hay en nosotros un niño que se atemoriza ante esas cosas. Intenta, pues, persuadirlo de que no tema a la muerte como al coco.
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-¿Pero de dónde, Sócrates -replicó él-, vamos a sacar un buen conjurador de tales temores, una vez que tú -dijo- nos dejas?
-¡Amplia es Grecia, Cebes! -respondió él-. Y en ella hay hombres de valer, y son muchos los pueblos de los bárbaros, que debéis escrutar todos en busca de un con jurador semejante, sin escatimar dineros ni fatigas, en la convicción de que no hay cosa en que podáis gastar más oportunamente vuestros haberes. Debéis buscarlo vosotros mismos y unos con otros. Porque tal vez no encontréis fácilmente quienes sean capaces de hacerlo más que vosotros.
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-Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a serlo?
-Dices bien -contestó.
-Por lo tanto -dijo Sócrates-, conviene que nosotros no preguntemos que a qué clase de cosa le conviene sufrir ese proceso, el descomponerse, y a propósito de qué clase de cosa hay que temer que le suceda eso mismo, y a qué otra cosa no. Y después de esto, entonces, examinemos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá que estar confiado o sentir temor acerca del alma nuestra.
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-¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y a lo que es compuesto por su naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo modo como se compuso? Y si hay algo que es simple, sólo a eso no le toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo.
-Me parece a mí que así es -dijo Cebes.
-¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo modo y se encuentran en iguales condiciones, éstas es extraordinariamente probable que sean las simples, mientras que las que están en condiciones diversas y en diversas formas, ésas serán compuestas?
-A mí al menos así me lo parece.
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-Es necesario -dijo Cebes- que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates.
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-Así son, a su vez -dijo Cebes-, estas cosas: jamás se presentan de igual modo.
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-Por completo dices verdad -contestó.
-Admitiremos entonces, ¿quieres? -dijo-, dos clases de seres, la una visible, la otra invisible.
-Admitámoslo también -contestó.
-¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible jamás se mantiene en la misma forma?
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-Vamos adelante. ¿Hay una parte de nosotros -dijo él- que es el cuerpo, y otra el alma?
-Ciertamente -contestó.
-¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que es más afín y familiar el cuerpo?
-Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visible.
-¿Y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisible?
-No es visible al menos para los hombres, Sócrates -contestó.
-Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no visible para la naturaleza humana. ¿O crees que en referencia a alguna otra?
-A la naturaleza humana.
-¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma? ¿Que es visible o invisible?
-No es visible.
-¿Invisible, entonces?
-Sí.
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-Con toda necesidad, Sócrates.
-¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del oído, o por medio de algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por medio del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido, entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea como si sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas?
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-En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla consigo misma y que le es posible, y se ve libre del extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con el mismo aspecto, mientras que está en contacto con éstas. ¿A esta experiencia es a lo que se llama meditación?
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-¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de antes como por lo que ahora decimos, te parece que es el alma más afín y connatural?
-Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender -dijo él-, creo que concedería, Sócrates, de acuerdo con tu indagación, que el alma es por completo y en todo más afín a lo que siempre es idéntico que a lo que no lo es.
-¿Y del cuerpo, qué?
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-Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un mismo organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo mortal lo está para ser guiado y hacer de siervo?
-Me lo parece, desde luego.
-Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?
-Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino, y el cuerpo a lo mortal.
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-No podemos.
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-Pues ¿cómo no?
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-Sí.
-Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar distinto y de tal clase, noble, puro, e invisible, hacia el Hades en sentido auténtico, a la compañía de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere, muy pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra, que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto se disolverá y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente?
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-Por lo tanto, ¿estando en tal condición se va hacia lo que es semejante a ella, lo invisible, lo divino, inmortal y sabio, y al llegar allí está a su alcance ser feliz, apartada de errores, insensateces, terrores, pasiones salvajes, y de todos los demás males humanos, como se dice de los iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto del tiempo en compañía de los dioses? ¿Lo diremos así, Cebes, o de otro modo?
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-No, de ningún modo -contestó.
-Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo corpóreo, que la comunidad y colaboración del cuerpo con ella, a causa del continuo trato y de la excesiva atención, le ha hecho connatural?
-Sin duda.
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-Es lógico, en efecto, Sócrates.
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-¿Cuáles son esos que dices, Sócrates?
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-Es, en efecto, muy verosímil lo que dices.
-Y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas de los lobos, de los halcones y de los milanos. ¿O a qué otro lugar decimos que se encaminan las almas de esta clase?
-Sin duda -dijo Cebes-, hacia tales estirpes.
-¿Así que -dijo él- está claro que también las demás se irán cada una de acuerdo con lo semejante a sus hábitos anteriores?
-Queda claro, ¿cómo no? -dijo.
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-¿En qué respecto son los más felices?
-En el de que es verosímil que éstos accedan a una estirpe cívica y civilizada, como por caso la de las abejas, o la de las avispas o la de las hormigas, y también, de vuelta, al mismo linaje humano, y que de ellos nazcan hombres sensatos.
-Verosímil.
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-Por cierto que no, ¡por Zeus! -replicó él-. Así que entonces mandando a paseo todo eso, Cebes, aquellos a los que les importa algo su propia alma y que no viven amoldándose al cuerpo, no van por los mismos caminos que estos que no saben adónde se encaminan, sino que considerando que no deben actuar en sentido contrario a la filosofía y a la liberación y el encanto de ésta, se dirigen de acuerdo con ella, siguiéndola por donde ella los guía.
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-¿Qué es eso, Sócrates? -preguntó Cebes.
-Que el alma de cualquier humano se ve forzada, al tiempo que siente un fuerte placer o un gran dolor por algo, a considerar que aquello acerca de lo que precisa mente experimenta tal cosa es lo más evidente y verdadero, cuando no es así. Eso sucede, en general, con las cosas visibles, ¿o no?
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-¿Así que en esa experiencia el alma se encadena al máximo con el cuerpo?
-¿Cómo es?
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